Paolo, el oculto italiano en Madrid de 1972 con recetas ‘viejunas’ donde se celebra la sobremesa
El establecimiento ofrece una cocina sencilla y casera muy bien ejecutada, sin artificios, y con presencia de muchos platos de casquería, además de las pastas que elaboran ellos mismos
El tiempo parece haberse detenido en Paolo. El suelo enmoquetado, las paredes de madera y las mesas deliciosamente bien vestidas, con unas sillas que podrían haber aparecido en cualquier revista de decoración de la década de los setenta, permiten que la imaginación vuele y viaje al pasado. Abierto en 1972, este restaurante de influencia italiana no ha cambiado en más de cinco décadas. La pérgola del exterior, situada en el interior de un edificio de viviendas de la zona de Islas Filipinas, en Madrid, continúa dando pistas de lo especial y diferente de la propuesta.
Y aun así, su historia solo se entiende si se sabe que su origen era efímero. “Mi padre pensó que esto duraría cinco años. Una moda”, cuenta Miguel Revuelta, sentado en uno de los taburetes de la entrada. Tanto Alduccio como Da Renzo eran los dos italianos de referencia de esos años. Y la familia Revuelta tenía muy buena relación con los dueños del segundo. “No queríamos molestar, así que nos vinimos aquí, a las afueras”, continúa explicando de una zona que por aquella época era considerada el extrarradio.
Viviendas nuevas y, en medio de todo, un restaurante italiano. “No era tan extraño. Esta finca es de 1969, por lo que ya había gente viviendo por aquí”, señala, de esta trattoria con alma castiza, que funcionó desde muy bien el principio. Tres turnos sin parar, y con una carta gigantesca. “Esto era un disparate”, dice soltando una carcajada. 12 pescados, 15 verduras, 15 pastas. Y cuatro carritos que desfilaban por su amplio y diáfano salón. De ensaladas, de quesos, de compotas y de postres. Ahora solo les queda el de postres, pero sigue siendo parte de la imagen del restaurante.
Cuando Paolo nació, su decoración estaba impregnada de detalles italianos. Sin embargo, con los años, y la afición de Miguel a las subastas, comenzó a llenarse de antigüedades y de objetos con historia. “Son originales. No copias”, indica, mostrando muchos de los carteles taurinos, hechos de seda, que pueden contemplarse en sus paredes, algunos de ellos de finales del siglo XIX. Y advierte: “Aquí evitamos el toro de taberna. No hay un cartel con un torero pegando un pase”. Y todo desde la elegancia y la historia, como muchos de los grabados que dibujan los rostros de toreros ilustres como Lagartijo, Bombita o Guerra, y sus diferentes indumentarias y monteras.
Si se levanta la vista y se escudriñan las lámparas del techo, también los apliques de las paredes, se podrá disfrutar de algo de historia madrileña. “Son de los años treinta, del primer salón de té de Madrid, Sicilia-Molinero. Estaba encima de la joyería Grassy, en Gran Vía”, recuerda de unas piezas que son únicas, diseñadas por el arquitecto Luis Gutiérrez Soto, detrás de otros locales de aquella década despampanante, como los bares Chicote y Aquarium, o el Teatro Barceló, y que su padre adquirió cuando aquel salón echó el cierre.
Un elegante y privilegiado escenario por el que se deja ver una cocina sencilla y casera muy bien ejecutada, sin artificios, y con presencia de muchos platos de casquería, además de las pastas que elaboran ellos mismos. En la cocina, su hermano Álvaro, que cogió las riendas de los fogones hace más de tres décadas. “La carta ha ido evolucionando. Se ha reducido, se ha filtrado. Pero sin perder la esencia de lo que era el Paolo de siempre”, desvela este chef autodidacta, que disfruta haciendo platos como las cocochas de merluza en salsa verde (25 euros) o el bacalao al pil-pil (17,40 euros). Elaboraciones que sueltan toda su gelatina con un ágil y continuo giro de muñeca.
“La ensaladilla (10 euros) aquí siempre ha sido cremosa. No usamos agua para rebajar la mayonesa, como hacen en muchos sitios; aquí lo trabajamos con zumo de naranja, y eso marca la diferencia”, describe de uno de sus entrantes. El recetario, aunque de ideología italiana, siempre ha dejado espacio para la tradición local, con platos de cuchara que se han vuelto imprescindibles: “Siempre tenemos uno. Normalmente pochas (13 euros), pero también sopa de cebolla (12 euros) o crema de verduras (10 euros), aprovechando lo que sobra del día”.
Con los guisos, la filosofía es clara: hacer las cosas bien. El rabo de toro (15 euros) y la carrillera (15 euros), por ejemplo, lo bordan. El primero con vino tinto y el segundo con blanco, como mandan los cánones. La casquería les gusta cocinarla con paciencia y en cantidades limitadas. “Las manitas (18 euros) las guisamos de vez en cuando. Se preparan seis raciones y hasta que se acaben. Puedo tirarme una semana cocinándolas”, insinúa. Lo mismo con otros platos especiales: “Mañana tenemos sesos de cordero rebozados (16,40 euros), porque nos los ha pedido un cliente”. Lo mismo ocurre con la asadurilla o las cabezas de cordero.
La carta de pastas ha cambiado con el tiempo. Sólo sobrevive lo que gusta. La carbonara (12,20 euros), por ejemplo, sigue la receta clásica, aunque con una pequeña concesión: “La hacemos como siempre, con yema de huevo, pero usamos bacon en vez de guanciale”. Y aunque haya algunos que requieran más tiempo, son innegociables: “Los raviolis (12 euros) los montamos nosotros. Dan mucho trabajo, pero hay que tenerlos”. El relleno varía, ahora lleva queso gorgonzola y espinacas.
Luego están los platos menos comunes, como la lasaña de espinacas (12,50 euros): “No se ve mucho por ahí. Nos gusta crear la masa desde cero, la estiramos a mano”. A lo que habría que añadir las ancas de rana (16,50 euros), que les suministra un proveedor de Zamora. Y, fuera de carta, la pizza de salmón ahumado sigue siendo un clásico: “La gente la sigue pidiendo. Pasta ultrafina y crujiente”. Y por supuesto, las recetas viejunas, que enamoran a las generaciones más jóvenes. Es el caso del cóctel de gambas con salsa rosa (13 euros) que sirven en copa o las endivias con roquefort (10 euros), que siempre han tenido buena demanda.
Mientras la conversación se alarga, Miguel y Álvaro muestran su última adquisición, una colección de botellas de los años ochenta, noventa y dosmiles. Hay de todo, y muy bien de precio. “Hace poco nos llamaron porque había fallecido el dueño de una casa y tenía una bodega espectacular. Compramos todo. Ahora tenemos vinos viejos a precios justos”, dice de un Viña Albina 2004 o un Viña Real 1996. “Los tenemos para que se beban, no para especular con ellos”, comenta de botellas que pueden salir las más baratas por 35 euros. Y un secreto, su Dry Martini, uno de los mejores de Madrid, que se sirve helado y en una copa más pequeña de lo habitual: “La mezcla lleva una parte de ginebra MG de los años cincuenta”. Cuando todo se acelera, Paolo sigue siendo un restaurante de ritmos pausados. Un lugar donde se celebra la sobremesa sin mirar el reloj. Una deliciosa y placentera anomalía.
Paolo
- Dirección: Maestro Ángel Llorca ,3 o Calle de Julián Romea, 10, 28003, Madrid.
- Teléfono: 91 554 44 28
- Horario: Comidas de lunes a sábado, de 13:00 a 16:00, y solo ofrece cenas los viernes y sábados, de 21:00 a 23:00.